Por Thomas Jimmy Rosario Martínez
Manchi falleció esta tarde. Fui testigo presencial de su accidente, estaba de frente cuando vi la rueda del vehículo pasar por su cuerpo. El cuerpo que horas antes había secado con papel de toalla luego de mi padre bañarla, que había alimentado dos veces ese día con la comida de chinchorro que tanto le gustaba. A su edad de alrededor de 15 años, tenía derecho a ciertos gustos.
Cuando conocimos a Manchi en la Sociedad Protectora de Animales de Guaynabo buscábamos una mascota para nuestros padres. Le pasamos por el lado como a los demás animales que estaban en la antesala de la muerte si no llegaba un alma que quisiera adoptarlos. Afortunadamente, ella fue la que se acercó a nosotros. Ya había parido y estaba esterilizada. Pero no ladraba.
Nos la entregó un amigo que actualmente trabaja en el centro veterinario de San Vicente. De ser una perra muda, averiguamos que lo que tenía era una afección catarral. Al mes, comenzó a ladrar.
Era la que avisaba las visitas y cuidaba a mis padres. Una vez mi madre se dió una caída y ella se quedó a su lado hasta que vino ayuda. Nos escoltaba a todos cuando salíamos de la casa. Ella tenía dos escondites dentro de la casa y uno fuera donde continuaba la vigilancia veinticuatro siete.
Manchi nos enseñó mucho sobre la relación entre los perros y el ser humano. Dicen que hay un gen común que nos hace reciprocar el cariño y convertir el perro en el mejor amigo del hombre. Yo creo que nosotros somos los mejores amigos del perro, pero nuestra prepotencia e ideas de superioridad nos hace que pensemos que ellos están subordinados a nosotros.
La realidad es que cuando encontramos a una perra como Manchi, tan servicial e incondicional, marcamos nuestra vida con un familiar más que no es como nosotros físicamente y nos obligamos a perpetuar su vida hasta que un accidente nos separa.
Esta tarde Manchi estaba cariñosa con una visita y conmigo. Como un vehículo iba a salir de la casa de mis padres, le pedí a ella que se metiera dentro de la casa. Ella me obedeció al principio, pero no me dí cuenta que al verme salir afuera a dirigir a mi amigo para que saliera del estacionamiento, ella me seguía con su vista y quiso acompañarme. La vi meterse debajo del vehículo y me llevé las manos a la cabeza. Vi su última mirada dirigida a mi. Se retorció pero no tuvo ninguna expresión. Corrí a ella y le sobé su cabeza y su cuerpo. No parecía que tuviera dolor ni que sintiera la transición. Sus ojos, abiertos, se tornaron brillantes. Un último reflejo le hizo mover una pata. Después, monguera absoluta.
Por su edad, Manchi no hubiera tenido mucho tiempo más con nosotros. Me conforta saber que no tuvo el sufrimiento de una enfermedad larga ni que hubiéramos tenido que escoger la eutanasia para ella.
La persona que guiaba el vehículo lloró conmigo su partida, porque tambien ama los animales e hizo lo posible para evitar el accidente. Ya estoy sintiendo su ausencia como nos pasa siempre que no entendemos que nuestras mascotas tienen una vida más corta que la de los seres humanos y que Dios nos las da para que ensayemos los misterios de la vida y de la transición. Gracias, Manchi, por escogernos. Hemos aprendido mucho contigo.